Más allá de la técnica
Hernán Gené
Quisiera trascender la técnica.
Quisiera ser capaz de producir un espectáculo plagado de sorpresas y en el que para el espectador fuera realmente imposible descubrir e incluso admirar conscientemente la pericia del intérprete y en el que sin embargo esa pericia, su enorme habilidad y las largas y oscuras horas de dolor que adquirirla le tomó estuviesen presentes desde el primer momento.
En los últimos años he investigado en lo que podría llamar el primer estadio de este arduo proceso de trascendencia. Con dispares resultados me dediqué a justificar desde la acción el uso de tal o cual habilidad circense. Arlequino, hambriento como siempre, coge algunas castañas del fuego y, como están muy calientes, hace malabares con ellas pues no las puede tener en las manos; una mujer se ve obligada a subir a un cable para escapar de una pandilla de gamberros, etc.. Luego, un segundo estadio, donde la acción está encubierta pero presente llegando de modo subliminal a la mente del espectador.
Sin embargo, sigo sintiendo que no alcanza, que debe haber algo más allá de esto que ahora, por lo demás, me resulta obvio.
Trascender la técnica. Y sobre todo, trascender la exhibición de la habilidad, algo tan afecto al circo tradicional. Sin oponerme a las costumbres y los estilos, mi búsqueda personal va más allá.
Hace no mucho, alguien me dijo a propósito del montaje de “Sigue el baile” que a veces yo parecía olvidar que estaba haciendo circo y no teatro.
El comentario me dejó perplejo.
Cierto es que nunca me he planteado que hubiera ninguna diferencia notable, sobre todo pensando que en cuanto hubiera alguien en situación de representación delante de otra persona que lo mira, ya estábamos haciendo teatro (Peter Brook, El espacio vacío, editorial NeXos, Barcelona, 1994); y esto siempre fue así para mí llámese ópera, danza, circo…
Al contrario de lo que ocurre con el teatro tradicional oriental, en nuestra cultura llevamos adelante aquellas diferencias de un modo altamente perjudicial para el intérprete ya que éste se ve generalmente cercenado en algún medio vital de expresión. Así, los bailarines no hablan, los cantantes no bailan, los actores no cantan y si cantan no caminan ni mucho menos saltan, los músicos no actúan y si lo hacen pierden su personaje durante la ejecución, etc..
(En cuanto al artista de circo podríamos decir que no expresa emociones, no recorre ningún periplo, no usa su voz, o no sabe usar la danza más que para danzar…)
En Asia, por el contrario, no existe la diferencia entre el actor y el bailarín, sino que más bien son una misma persona y sus papeles requieren que actúe y cante, y también baile -y sepa decir un texto, por supuesto-.
Cuando logras trascender la técnica el espectador puede verse ante el equivalente físico de palabras como dios, diosa, divino. Pugno por formar intérpretes que sean capaces de salir de la línea tradicional de narración escénica y que sean capaz de interpretar a un pájaro que ve a un soldado que al regresar vencido de la batalla ve filtrarse un rayo de sol entre el espeso follaje del bosque que atraviesa, y puedan hacerlo tomando distintos roles a lo largo de su interpretación. Así, sucesivamente serían el soldado, el pájaro que mira, el reflejo del rayo de sol en el arma del soldado, que a su vez se refleja en una hoja de una rama de un árbol, nuevamente el pájaro y el propio rayo de sol que cae ante el soldado…
Esto, al romper la línea tradicional, haría que el espectador se impregnara de una lógica nueva y sorprendente, la lógica de los sueños, donde los cuerpos no pesan y los muertos sonríen desde un arriba que es abajo al mismo tiempo y el suelo se pliega sobre un cielo que es en realidad una catarata… Y haría que la del espectador fuera una danza de los sentidos y que su alma bailara al compás de sus emociones.
El recuerdo de los grandes maestros teatrales del S. XX a veces nos obnubila y hace que olvidemos lo que los hizo llegar hasta el lugar en el que los conocimos: la profunda necesidad de renovación del arte que tenían, de derrumbar las categorías de la cultura teatral contemporánea a ellos para así poder cruzar las barreras del conformismo de la cultura dominante en ese momento. Grandes inconformistas, Meyerhold, Stanislavski, Artaud, Grotowski, por sólo nombrar algunos a los que sin duda debemos mucho de lo que ahora llamamos “Nuevo Circo”, un circo que se nutre de todas las artes que lo rodean, la danza, el teatro, la música, la plástica…
¿Es ese “Nuevo Circo” apenas un circo sin animales o acaso la oportunidad que como artistas tenemos de trascender?
Estoy seguro de que debe haber algo más allá, algo que a veces siento puedo rozar apenas para que enseguida se desvanezca como el Gato de Cheshire.
Al dejar una escuela los alumnos deberían ser capaces de olvidar todo lo que les enseñaron allí y dedicarse a experimentar por ellos mismos creando su propio camino, buscando su propio medio de expresión. A veces ese camino los llevará a un reencuentro con sus maestros y otras al descubrimiento de nuevos guías.
En la escuela de circo, deberían ser capaces, primero, de superar el ejercicio tal como lo aprendió en clase y resistir la tentación de exhibirlo como un arte acabado, y después, seguir perfeccionándose técnicamente para poder ir más lejos todavía, pero no sólo en cuanto a complejidad técnica se refiere sino en cuanto a encontrar la forma de poner fuera lo que llevan escondido dentro de sí se refiere y que los volverá artistas únicos e irrepetibles.
Para mí, los artistas de circo, por ser capaces de volar, son los mejor dotados para conmover el alma del espectador hasta ese punto en el que es tocada por la luna. Pero sólo si cruzan la frontera y van más allá.
Deja tu comentario